Tercera en ABC | EL desierto y la marea

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Se cumplen veinticinco años de la victoria electoralde 1996. Aquellos comicios abrieron en España la etapa de gobierno que tuve el honor de presidir durante ocho años. En diversas ocasiones he recapitulado por escrito mi recuerdo de aquella jornada y esos años. Vuelvo a hacerlo desde esta tribuna; sin nostalgia, con ánimo de compartir lo aprendido entonces, por si fuera de alguna utilidad hoy.

La victoria del Partido Popular aquél 3 de marzo fue, simultáneamente, la victoria de un proyecto de modernización de España y la culminación del proceso modernizador del centro-derecha español. Un partido merecedor de la confianza mayoritaria de los españoles podía abordar objetivos ambiciosos.

España fue socio fundador del euro y nuestra plena integración en Europa se logró desacomplejadamente, cancelando pesimismos históricos. La entrada en el euro fue punto de partida para conseguir la modernización de la economía española. Los resultados en materia de empleo y crecimiento durante esos años están ahí para acreditar que la prosperidad no es simple cuestión de suerte.

Enfrentamos durísimas campañas de ETA, desafiando la teoría del “empate infinito”; trabajamos para derrotar al terrorismo sin satisfacer contrapartidas políticas y el único precio que pagamos -exorbitante- lo abonaron con sangre nuestros compañeros asesinados.

Ambicionamos, contra el escepticismo ambiente, una España con peso exterior, protagonista y no mero escenario de la historia. Renovamos el vínculo con Iberoamérica porque teníamos una visión clara del papel de España al otro lado del Atlántico, sin retórica de aniversario.

Ese proyecto de modernización no hubiera sido posible de no haber tenido lugar antes la actualización del instrumento para ejecutarlo: un partido que aglutinaba todo el centro-derecha español y que, accediendo al poder, completaba el ciclo de la Transición.

En 2015 se rompe el sistema de partidos. Algunos lo denunciaban como el “candado” que, con la Constitución, cerraba el “régimen” al pueblo. Hoy se encadenan, por dentro, al Ministerio. Otros prometían ser la “bisagra nacional” que rescatase gobiernos en minoría de la presión nacionalista. Hoy el secesionismo y la izquierda radical, desquiciados, alcanzan cotas de poder e influencia inéditos en cuarenta y tres años. No parece muy brillante el rendimiento de la “nueva política”.

Se explica: el defecto no era de fábrica. No fue el diseño del vehículo constitucional sino la imprudencia de algún conductor la causa de los accidentes. Ejemplo de conducción temeraria: el empeño de la izquierda, desde 2004, en excluir a la mitad del electorado pactando extramuros del campo constitucional.  

Por mi parte, siempre tuve presente que una derecha democrática nunca debía fatigarse en consensuar, en interés de la nación, los pilares que deben sustraerse a la disputa partidaria. Supimos acordar, desde la oposición y el gobierno, en política exterior y de seguridad (Pacto Antiterrorista), en política autonómica y en pensiones (Pacto de Toledo).

Tuve claro que los límites del consenso los dicta, siempre, la Constitución y en cada caso, además, la prudencia. Desde el Gobierno, y manteniendo un pacto de legislatura con CiU y Coalición Canaria, definimos, por primera vez, el objetivo de culminar de forma estable el proceso autonómico. Defendimos el perímetro constitucional con tenacidad poco simpática para quienes ya planeaban desbordamientos ulteriores. Mantuve los consensos fraguados con la Constitución. Ese equilibro, lamentablemente, quedó radicalmente dañado después.

Remontar nuestra crisis nacional desde el centro-derecha no será fácil, y requerirá un liderazgo muy fuerte. Será imposible si la radicalización del adversario induce, reactivamente, la propia.

En 1978, una de mis primeras tareas como colaborador de Alianza Popular fue la de organizar un acto a favor de la Constitución. Fraga ya había liderado el “sí” al texto constitucional lo que ya entonces produjo una ruptura en el seno de Alianza Popular, ruptura que se plasmó en un efímero partido. Por esas fechas, la derecha francesa debatía la “doble ruptura”: la idea de que no sólo era necesario confrontar con los socialistas, sino que también había que romper con la vieja guardia del gaullismo. Los viajes al centro no son paseos en ningún sitio.

Pero en 1995 estuve en condiciones de afirmar: “Cuando llegué a esta casa me marqué una tarea basada en cinco puntos: primero, hacer un partido unido; segundo, hacer un partido de centro; tercero, unificar el centro-derecha; cuarto, hacer un partido de gobierno, y, quinto, hacer un partido reconocido internacionalmente. Cinco años después todo eso está hecho; aunque en realidad, todo se reduce a dos cosas: la reconstrucción del centro para llegar al gobierno”. Desde entonces, me ha parecido axiomática la necesidad de una derecha unida desde el centro.

La moderación es la única actitud política capaz de evitar la peor corrupción: la de la democracia en su raíz. La que acaba no con un político, sino con toda política. Raymond Aron definía como principio regulador de la democracia la competición pacífica, y sostenía que, en las sociedades modernas, implica la combinación de tres disposiciones: respetar las leyes y la regla constitucional en particular; tener opiniones propias, apasionadamente partidistas, para “impedir el sueño de la uniformidad”; y no llevar las pasiones partidistas hasta el punto en que desaparezca la posibilidad del acuerdo, es decir: preservar el sentido del compromiso.

Resistir la extralimitación de la mentalidad de facción es fundamental para evitar la corrupción del principio democrático. Debe existir, en gobernantes y gobernados, sentido suficiente de la unidad nacional. Sin alistarlo en la competición partidista. La institución monárquica es no sólo simbólica y representativa de la continuidad histórica de España sino funcional a estos efectos. España tiene suerte al contar en la Jefatura del estado con un Rey de todos, dedicado y comprometido con la Nación y su destino constitucional.

Recuerdo bien la campaña de 1996. Se usó contra nosotros la imagen del dóberman y el recuerdo de Franco: todo el arsenal de prejuicios y mentiras que desde entonces sigue disparándose. Algunos atribuyeron el margen escaso de aquella victoria al perfil moderado de nuestra campaña. No lo creo. Nos comportamos como un partido de gobierno y por eso llegamos al gobierno. Sorteando presiones para conformar un gobierno “técnico”, y maniobras para excluirme. Alguna vez me he referido a mi particular “Maura, no”, aludiendo, salvadas las distancias, al veto que sufrió don Antonio.

La evocación de Maura es pertinente, porque a él los tiros tampoco le venían solo por la izquierda. El integrismo que le acusaba de “mestizo” (esa extrema derecha se ahorraba los diminutivos) encontró réplica adecuada: “Es muy común la idea de que un partido conservador, un partido constitucional, monárquico, representa un temperamento medio, borroso e indiferente. Acontece todo lo contrario. Lo que pasa es que, en la complejidad de los problemas de la política, quienes mutilan la realidad son aquellos que la simplifican, porque no ven más que un aspecto: y esto les corresponde a los de la extrema derecha y a los de la extrema izquierda. (…) nosotros, somos mucho más respetuosos de la libertad y del derecho que las izquierdas, y no somos menos firmes en la defensa de nuestras creencias que las extremas derechas. Servimos mejor la causa de nuestras creencias, porque la servimos prácticamente, con todas nuestras fuerzas; fuerzas que ellos dividen e inutilizan entregando su causa, por tanto, al adversario, aunque tengan la conciencia limpia de intención y crean que mejor la sirven cuando más la hieren”.

Hoy también procede el deslinde entre los satisfechos de ser voz que grita sola en el desierto, para quedarse a vivir en él, y los que prefieren atravesarlo sabiendo a dónde van.

Atravesar desiertos suscitando adhesiones no es cuestión de brújula demoscópica, sino de liderazgo. No se trata de capturar votos flotantes abandonándose a las olas. Liderar significa influir en las corrientes de fondo que mueven la opinión. El voto flotante hará siempre honor a su nombre: flotará con la marea. También para influir en el corcho que flota, hay que generar primero la marea que lo levanta.

Veinticinco años después, no conozco otras recetas para la victoria.

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