A veinticinco años del asesinato de Miguel Ángel Blanco, su recuerdo permanece indeleble en mi memoria. En otro lugar he relatado cómo, al llegar al Gobierno, sabíamos que ETA había colocado al Partido Popular en la diana. No adivinábamos entonces -lo supimos pronto- hasta dónde alcanzaría su propósito criminal. Hasta el intento de nuestra aniquilación física y política. El asesinato de Gregorio Ordóñez y el atentado al que sobreviví fueron advertencias para forzar nuestro desistimiento y abortar la nueva política antiterrorista que habíamos comprometido.
Acaban de publicarse unas instrucciones manuscritas de Kantauri: «Cualquier político del PP es objetivo, poned toda la fuerza posible en levantar a un concejal del PP». El 12 de julio de 1997, tras secuestrarle 48 horas antes, ETA ejecutaba su ultimátum asesinando a Miguel. Practicaba la «socialización del sufrimiento» teorizada por Batasuna. La ponencia ‘Oldartzen’ fue el sucio prólogo de un torrente de sangre. Los políticos no nacionalistas fueron desde entonces objetivo prioritario de ETA.
Recuerdo el espantoso ritmo al que comenzaron a caer concejales del PP y también lo poco que tardaba en llenarse su hueco con voluntarios al tiro en la nuca o la bomba lapa. Ahora sabemos que, para ordenar esos asesinatos, los jefes de ETA usaban una expresión venatoria: «levantar concejales». No podía intuir entonces Carlos Iturgaiz hasta qué punto acertaba al decir «nos matan como a gorriones».
El reconocimiento a todas las víctimas no atenúa la singularidad de Miguel Ángel. Su vil asesinato suscitó en toda España una reacción inédita. ETA buscó vengar con esa muerte la liberación de Ortega Lara; acusó el golpe y reaccionó extremando su crueldad habitual. No vaciló en usar la vida de Miguel Ángel como moneda de cambio para chantajear al Gobierno y al conjunto de la sociedad. La reacción de su familia, del pueblo de Ermua, de toda España señaló un hito para que la lucha antiterrorista discurriera por nuevos cauces. La postura de firmeza del Gobierno no encontró contestación. Nunca olvidaré la actitud ejemplar de la familia de Miguel Ángel esos días.
Ermua significó muchas cosas. Entre ellas, que se podía desafiar la aspiración nacionalista al monopolio del tratamiento del terrorismo. La reacción social identificó a los cómplices políticos imprescindibles para que ETA tuviera oxígeno social. Se descubrió que no era imbatible y que la democracia española no estaba condenada al ’empate infinito’ con ella. Era posible su derrota, la de su objetivo y estrategia. Eso implicaba su deslegitimación histórica; una negativa resuelta a reescribir la historia, a todo intento de extender responsabilidades para difuminar culpas.
Veinticinco años después, el 60% de los jóvenes españoles no conocen quién fue Miguel Ángel Blanco. Veinticinco años después, Bildu pacta con el Gobierno los contenidos de una ley de «memoria democrática». La coalición cuyo coordinador paseaba por la playa de Zarauz mientras en Bilbao una multitud pedía la libertad de Miguel Ángel integra una mayoría parlamentaria dispuesta a reprogramar nuestra memoria. Con este guion anunciado: «Vamos a poner en jaque el relato de una Transición ejemplar».
Se intenta cancelar a las víctimas asesinadas por ETA como referencia democrática prioritaria. La mejor razón para no consentirlo: recordar que su memoria tiene significado político. Lo tiene porque la intención de sus asesinos fue eliminarlas como obstáculos a su pretensión política. ETA buscaba el desistimiento social para imponer o facilitar un programa político. El significado político de las víctimas asesinadas hace intolerable que los objetivos históricos de ETA puedan orientar ninguna reforma.
No hago elucubraciones; lo recoge la ley vasca de víctimas, aprobada con el mayor consenso en 2008: «La restauración de una ciudadanía plena, el restablecimiento de un orden democrático para la sociedad vasca pasa por la negación del proyecto político que instituyó más de 800 razones que lo deslegitiman».
Por eso, honrar hoy la memoria de Miguel Ángel será comprometerse con una tarea inconclusa: deslegitimar las coartadas póstumas de ETA; atajar la impunidad histórica a que aspiran sus legatarios. Toca hacer efectiva la victoria proclamada sobre el terrorismo deduciendo los corolarios pertinentes.
Es una deuda pendiente de todo demócrata con cada víctima. Y la mía personal con Miguel Ángel. Veinticinco años después de su asesinato, escribo estas líneas para empezar a saldarla.