El pasado 12 de julio se cumplían veinticinco años del asesinato de Miguel Ángel Blanco a manos de la banda terrorista ETA. Ese mismo día, en el Congreso de los Diputados, tenía lugar el debate sobre el estado de la nación. Como es costumbre, lo abría el discurso del presidente del Gobierno. Noventa minutos leyendo noventa páginas sin una sola mención -ni una palabra- al recuerdo de una fecha indeleble en la memoria de tantos españoles. Sin duda, un olvido histórico.
Al redactar estas líneas se espera que esta misma semana quede aprobado el Proyecto de nueva ley de “memoria democrática” por la mayoría que sostiene al Gobierno. Más allá de consideraciones sobre los eventuales efectos jurídicos que la norma despliegue, quiero tomar posición ante su alcance político e histórico.
Podrá discutirse la efectividad de la mención en la ley a la Amnistía de 1977; lo innegable es su voluntad de cuestionar la reconciliación nacional como piedra basal de la Transición y la pretensión de revisar los consensos que alumbraron el pacto constitucional. La intención revisionista y difamatoria se hace evidente al aceptar la creación de una comisión para investigar vulneraciones de derechos humanos posteriores a la aprobación de la Constitución; acogiendo así una enmienda de Bildu según la cual, “las consecuencias del franquismo se mantuvieron en el tiempo hasta 1983”.
La mentira histórica de la perduración del franquismo hasta 1983 es la mercancía averiada que el Gobierno compra a los legatarios del terror. El fulminante retórico que municionó tantas balas -de las de verdad- entre los años 1978 y 1983 y hasta hace bien poco. En esos cinco años, ETA asesinó a más de trescientos inocentes. Nunca cejó en su propósito de desestabilizar la democracia española calumniándola como disfraz de un supuesto franquismo vestigial. Ahora, la nueva ley consagra esa alucinación como punto de encuentro del neosocialismo revisionista, el populismo podemita y los albaceas del terrorismo. Juntos programando desde el BOE una memoria “oficial” que se parece mucho al olvido inducido de nuestra mejor historia.
Recordar la guerra y olvidar la reconciliación: a semejante mutilación histórica se nos invita. Con un agravante: hacerlo del brazo de quienes atacaron sin descanso la consolidación democrática en España. Esos que, como la portavoz bildutarra en el Congreso, editorializaban los argumentos de ETA en 1983, exaltando a “los gudaris de hoy”; los que, como el coordinador general de Bildu, todavía rechazan condenar la trayectoria criminal de ETA -no se abjura de la propia biografía-; o los que, como el actual responsable de “estrategia” de Sortu, prolongan la última jefatura etarra en la dirección de ese partido.
Puede que el presidente del Gobierno carezca de perspectiva hasta el punto de -engolfado en la aritmética de las votaciones parlamentarias- no haber calculado el saldo histórico de este disparate. Porque la nueva memoria conlleva una visión sobre la legitimación histórica de la democracia española incompatible con la vigente. Sumar a Bildu a la construcción de una legitimidad anterior a la Constitución es tanto como querer refundar nuestra democracia. Y, antes que eso, refundar el PSOE.
Paradójicamente, esta memoria decretada olvida demasiadas cosas y pide el olvido de muchas más. Olvida la Declaración unánime del Congreso de los Diputados, el 20 de noviembre de 2002, condenando “la represión de la dictadura franquista” y reconociendo los derechos de los exiliados. Olvida que desde el comienzo de la Transición hasta 2005, se dedicó un total de 16.356 millones de euros a resarcir los efectos económicos de la Guerra Civil en el bando republicano, mediante pensiones o indemnizaciones que habían alcanzado hasta esa fecha a un total de 574.000 personas; que todo esto lo reconocía en 2006 un informe del Gobierno socialista de entonces, concluyendo que la voluntad de las fuerzas políticas democráticas en procurar la reparación, había sido “inequívoca y constante desde la Transición hasta nuestros días”. Olvida las iniciativas de reparación dictadas desde 1978 y con anterioridad a la primera Ley de 2007, numerosísimas, referidas al reconocimiento de militares republicanos, mutilados, cesión de bienes del patrimonio sindical incautado, indemnizaciones a presos, etc.
La construcción de la “memoria histórica” ha terminado siendo para la izquierda el recuerdo vívido de lo que no se ha vivido, un falso recuerdo. La Transición no olvidó el pasado. El recuerdo de la guerra evitó tropezar por segunda vez en el mismo siglo. La Amnistía fue el olvido de los motivos para la venganza; no el olvido del pasado ni de las víctimas de la guerra. No hubo ni debe haber impedimento alguno para que los descendientes y familiares de los españoles asesinados en los dos bandos recuperen los restos de sus deudos. Ni para que, en esa tarea, puedan contar con el apoyo económico del Estado.
Esta ley, en la voluntad de sus promotores, no viene a reparar derechos conculcados. Viene a “reparar el pasado”, a reescribirlo tal y como debiera haber sucedido en su imaginario. En España no deberían abrirse fosas si es para hacer de ellas trincheras en vez de tumbas. Ni puede abogarse por hacer imprescriptibles los delitos de un “franquismo” estirado hasta 1983 mientras más de trescientos asesinatos terroristas se arrojan al olvido. Es un inconcebible retroceso democrático que por primera vez desde la Transición se contemple en un texto legal la valoración diversa de las víctimas de la guerra civil según su bando.
Entre tantos olvidos de la memoria revisionista sobresale uno. Al recuerdo mutilado de la guerra le acompaña, como su sombra, un olvido espeso del significado histórico del terrorismo etarra. Pero nadie debe olvidarlo: culminada la Transición, decretada la Amnistía y promulgada la Constitución, la única amenaza para la consolidación democrática fue, exclusivamente, ETA. Su campaña afectó con mucha mayor virulencia y durante más tiempo a la España democrática que a la dictadura.
Por eso resulta imperdonable equiparar dos bandos de españoles en guerra civil con una banda terrorista en “guerra revolucionaria” -expresión autoindulgente- contra todos los españoles. No cabe barajar “contendientes” para hacer de los asesinados por el terrorismo una variante más entre las víctimas de un “pasado violento” a quienes la nueva ley viniera a resarcir en montón.
En 1936 naufragó la concordia entre españoles. De 1936 a 1939 se dedicaron a matarse entre sí. En 1939 concluyó esa pugna de la forma que Julián Marías resumió en seis palabras: “los justamente vencidos; los injustamente vencedores”. Desde entonces y hasta 1975 los vencedores quisieron asentar la convivencia política en su victoria. De 1975 a 1977 decidimos fraguar un cimiento mejor: la reconciliación, ratificada en la Amnistía de ese año. A partir de ese momento, la mención de bandos resulta anacrónica para referirse a sucesos contemporáneos. Los españoles tomaron España en sus manos y ratificaron en 1978 el pacto de su convivencia democrática en paz y libertad bajo la forma de una Monarquía parlamentaria. Desde entonces, no han tenido más que un enemigo contumaz: una banda terrorista que dejó tras sí el rastro de más de ochocientas víctimas. Asesinadas por la libertad de todos, no por ningún bando. Ellas, y no otras, y por tal razón, son las víctimas referenciales de la democracia española.
Mientras un 60% de jóvenes españoles no sepa quién fue Miguel Ángel Blanco ni por qué murió, el intento de manipular la memoria colectiva dosificando recuerdo y olvido, será una mixtificación singularmente ofensiva. Lo dije en Ermua y quiero reiterarlo aquí: urge un relevo en la “dirección del Estado” para que un nuevo Gobierno asuma el compromiso de garantizar la concordia entre españoles en una triple dimensión: devolviendo la historia a los historiadores; reparando lo que en justicia corresponda; y borrando, hasta la última coma, toda huella legislativa rubricada por los cómplices de quienes ensuciaron con sus crímenes las páginas de nuestro pasado más reciente.
José María Aznar