«Sostenía Kissinger que ‘la historia no está determinada al final por los accidentes, sino por los logros’. Por debajo de su temperamento realista traslucía su fe en la libertad humana, concretada en obras; por debajo de su frialdad analítica asomaba su negativa radical a todo determinismo que haga de la fatalidad el motor de la historia»
En la muerte de Henry Kissinger, el presidente George W. Bush ha querido recordarle diciendo que América acaba de perder «una de las voces más seguras y escuchadas en política exterior». El hecho de que un hombre así, un refugiado de la Alemania nazi, haya podido llegar a ser el jefe de la diplomacia norteamericana, «testimonia su grandeza y la grandeza de América». Estoy de acuerdo. Sucesivamente asesor en las administraciones Eisenhower, Kennedy y Johnson, antes de ser secretario de Estado con Nixon y luego con Gerald Ford, en 1985 todavía era recuperado por Reagan para integrar su equipo en política internacional. El diplomático infatigable que era le dictaba la frase que nunca se caía de sus labios: «En caso de urgencia, seguro que estaré disponible». Se nos ha ido un gigante centenario cuando todavía le quedaban tantas cosas que decir, cuando los «casos de urgencia» proliferan en un mundo cada vez más peligroso.
Echaremos de menos a una figura como la suya, tan preocupada por la creciente falta de pensamiento estratégico; lo sentía como el principal síntoma del declive occidental. La reflexión sobre el liderazgo le ocupó siempre, y con especial intensidad en sus últimos años; solía repetir que un líder auténtico vive en tensión, transitando entre el pasado, la historia de su país, y el futuro, es decir, la idea estratégica que concibe sobre él. Un somero vistazo a nuestro presente acredita hasta qué punto era fundada su inquietud. Su longevidad le ha concedido sobrevivir no solo a sus contemporáneos y críticos más jóvenes, sino también a la reputación con que algunos quisieron calumniarle a partir de sus acciones más controvertidas. Ha vivido para ver el retorno de enfoques más realistas en las relaciones internacionales. Nos deja en un momento en que la realidad se cobra muy alto el lujo de la ingenuidad política.
Nacido en la Alemania de la hiperinflación, era un niño cuando Hitler llega a la cancillería y él y su familia, a Nueva York huyendo del nazismo. Desde entonces hasta la fecha de su muerte, su vida es una peripecia en la que la acción política y el pensamiento y el ejercicio del poder, trazan una de las biografías más apasionantes del siglo XX. Será con Richard Nixon cuando alcance estatura verdaderamente internacional. En 1969 inicia las negociaciones de un acuerdo para una salida «honrosa» del conflicto vietnamita. En 1972 diseña el giro diplomático hacia la China de Mao. El «hombre de las misiones imposibles» visitará todas las capitales y asistirá a todos los sucesos capitales, desde la guerra del Yom Kippur hasta los acuerdos de París que finalizaban la guerra de Vietnam. El Watergate opacó un balance mejor de lo que se suele recordar: los Estados Unidos rehicieron la política de Oriente Medio expulsando a los soviéticos de la región y erigiéndose en potencia mediadora entre árabes e israelíes. La apertura a China aumentó la divergencia de ésta con una URSS con la que se consiguió además negociar la limitación de armas estratégicas. Kissinger nunca dejó de reivindicar los que entendía como logros de una política exterior que, en ese periodo, llevaba su impronta. En su pensamiento resulta central la importancia del vínculo atlántico. En 2015 ya habló sobre la necesidad de que EE.UU. y sus socios europeos asumieran nuevos retos, en términos que los acontecimientos posteriores en Ucrania han hecho crudamente premonitorios: «La relación trasatlántica implica una cuestión de concepto. ¿Qué queremos conseguir? ¿Qué queremos prevenir? ¿Qué sacrificios estamos dispuestos a asumir? Porque las cosas relevantes no se consiguen sin sacrificar algo del presente a las necesidades futuras…».
Su producción escrita avala un rango de intelectual serio. ‘Diplomacia’ y ‘Orden mundial’ son textos clásicos y perdurarán. Sus últimos libros son un índice de lo que le obsesionaba en sus últimos años. Uno de ellos, escrito junto con el ex-CEO de Google Eric Schmidt y el informático Daniel Huttenlocher, sobre inteligencia artificial; el otro, una serie de seis perfiles sobre grandes mandatarios, en que reflexiona sobre el liderazgo.
Kissinger hubiera suscrito la desencantada definición que de la política daba el cardenal de Retz, como «perpetua elección entre inconvenientes». Sabía por experiencia que un secretario de Estado, un asesor de seguridad nacional, suele verse enfrentado ante una solución mala y otra peor. Su último libro, un fresco sobre los estilos de liderar de Adenauer, De Gaulle, Sadat, Kuan Yew y Thatcher, es una suerte de testamento político. Nadie mejor que él para deducir de sus biografías el retrato moral que delate cualidades de liderazgo genuino. Kissinger las llega a enumerar: decir verdades duras, tener visión de futuro, audacia, resistencia a la soledad y no temer la posibilidad de ser divisivo cuando el interés nacional a largo plazo así lo exige.
En sus últimos libros es muy perceptible la alarma por la deriva de la vida política en EE.UU. Algo que no queda tan lejos cuando leemos observaciones como ésta: «La ira ha sustituido al diálogo como forma de llevar a cabo las disputas, y el desacuerdo se ha convertido en guerra cultural». En una de sus últimas entrevistas comentaba así la polarización política americana: «El interés nacional era un término con significado, no era en sí mismo un tema de debate. Eso se ha acabado. El debate no declarado pero muy real en EE.UU. ahora mismo es sobre si los valores básicos de la nación siguen vigentes». Y recordaba que, para la izquierda radical, «a menos que estos valores básicos sean revocados, y los principios de su ejecución alterados, no tenemos derecho moral ni siquiera a llevar a cabo nuestra propia política interior, y mucho menos nuestra política exterior». Un ejemplo de lucidez.
Su visión de la política mundial contemporánea no era en absoluto complaciente. Tenía conciencia de estar viviendo en el prólogo de una nueva Guerra Fría. Librada entre EE.UU. y China, contendientes regidos por sistemas políticos incompatibles. Y cuando los avances tecnológicos hacen concebible un retroceso civilizatorio, incluso un colapso. A diferencia de la primera Guerra Fría –observó en una ocasión–, ahora no existe un desnivel económico abrumador entre las potencias rivales, y los arsenales armamentísticos son mucho más aterradores, sobre todo desde la aparición de la inteligencia artificial. Me constan estas inquietudes porque años atrás tuve la fortuna –que también fue un placer– de ser confidente de ellas. Fue en sus oficinas de Nueva York, en Park Avenue, la última vez que vi a quien siempre consideré un amigo. De mí dijo públicamente que yo lo era de EE.UU. El día de su muerte me resulta obligado completar mi anterior afirmación: fue mi amigo, pero sobre todo lo fue de España, en momentos en que la nación los necesitaba de verdad.
En 2005 tuve el honor de recibir de sus manos la medalla de oro del Queen Sofía Spanish Institute, también en Nueva York. Recuerdo de aquella ocasión una frase suya: «La historia no está determinada al final por los accidentes, sino por los logros». Es que por debajo de su temperamento realista traslucía su fe en la libertad humana, concretada en obras; por debajo de su frialdad analítica asomaba su negativa radical a todo determinismo que haga de la fatalidad el motor de la historia. Creo que hoy, al recordarle, esa puede ser, para nosotros, su última y mejor lección